Para creer tengo que
experimentar, tengo que verlo con mis propios ojos. Nunca creí en filosofías
por maravillosas que éstas fueran, ni en teorías experimentadas por otros, ni
en un método científico cristalizado y obsoleto al poco tiempo. El escepticismo
me acompañó desde siempre, eso sí, en mi caso una escéptica con buena voluntad
por aprender y entender.
Muy pronto empecé a disfrutar de
lo que me rodeaba, de la temeridad de la infancia y de la juventud, de la
naturaleza, el mar, el cielo…aunque mirar el cielo siempre me sobrecogía, esa
inmensidad que no era tangible y que me sobrepasaba me causaba tanta
fascinación como respeto.
Fui creciendo y me sorprendía
como la gente afirmaba y defendía sus opiniones como si fueran reales, como si
no se dieran cuenta de que estaban interpretando en base a una historia
personal…y que había tantas historias como personas en el mundo, por lo que
ninguna de ellas podía cumplir con un principio de realidad.
Así que mientras la mayoría de
personas hablaba, opinaba y sobre todo se quejaba yo decidí averiguar por mí
misma que era esto de estar viva. Una de las primeras cosas de las que fui
consciente es de la inercia de mis propios pensamientos, y de que éstos eran la
principal causa de que yo me sintiera bien o me sintiera mal. Había estudiado
en la universidad los diferentes tipos de comportamiento, la personalidad y todas sus disfunciones,
desde las neurosis más comunes hasta las demencias o psicosis y otros tipos de
trastornos disfuncionales; en su esencia todas estas enfermedades no eran más
que una identificación con un modelo de conducta basado en creencias falsas
sobre uno mismo y sobre la realidad. En definitiva una simple y absurda
identificación con el pensamiento propio inducido desde el exterior y en una
idealización falsa de lo que uno debería de ser en comparación con los demás.
Ese yo ideal se convierte desde muy pronto en el que controla todos los actos
de una persona sin que ésta ni siquiera se cuenta.
Otra de las cosas de las que fui
consciente es del fondo de todo, para percibir algo tiene siempre que haber un
fondo, si no, no podría distinguirlo. El sonido tiene que surgir del silencio,
las formas dependen de lo que haya detrás, los objetos tienen que distinguirse
de los demás sino no los percibiríamos. Y además la interpretación que hace
nuestra mente siempre depende de la distancia de lo percibido y del tiempo, en
relación a nosotros mismos.
Así que la cosa se ponía interesante y surgía la
siguiente cuestión, si todo lo que estoy percibiendo se está moviendo o
cambiando, tiene que haber algo que no varíe, algo estable e inamovible desde
donde percibir el movimiento; la respuesta era sobrecogedora y obvia, lo único
que no se mueve es mi consciencia, o en otras palabras, yo misma que es la que
se da cuenta del movimiento.
En ese punto te despiertas de golpe al presente,
lo único que existe es este momento y desde aquí es desde donde puedo disfrutar
de todo lo que aparece y desaparece, el tiempo es una ilusión mental, mi
historia personal por más que miro alrededor no la encuentro, sólo sé que
cuando silencio mi mente mi corazón descansa, me doy cuenta de la vida dentro
de mi cuerpo y alrededor mío, y por fin comprendo que la magia está delante de
mis ojos a cada instante que soy consciente y miro a mi alrededor, todo ocurre, ha ocurrido y ocurrirá en este
momento, siempre ha sido así y no puede ser de otra manera…y todo lo demás no
son nada más que historias de locos.